Thursday, May 23, 2013

Lentitud de la nieve: Lectura de “Nueva nieve ”, de Manuel Iris Por Marco Antonio Murillo

Tomado de: La Otra revista





El inicio del poema “A media voz” de Blanca Varela, es uno de los más significativos que podemos encontrar en la poesía mexicana: La lentitud es belleza. (En línea). El poema explora estos términos a partir del tema de la escritura: sólo a través de la lentitud, contenida en  imágenes que desfilan verso a verso, pausa tras pausa, se puede llegar al centro de todo (ídem), lugar donde reside la belleza del poema intacto (ídem). Las mismas leyes que rigen este poema, las encontramos en “Nueva nieve” de Manuel Iris. Las dos obras dan peso a la imagen, tocan el tema de la imposibilidad de la escritura, y ejecutan una suerte de poesía que se conoce como de baja velocidad. Al respecto de este tipo de poesía Antonio Deltoro menciona: Se le podría llamar la tradición de la ausencia, de la pausa, del silencio; de la quietud reveladora y central. No es una tradición rural que dé la espalda a la ciudad, sino una urbana que la reconoce, pero que se defiende del ruido, de la inquietud, de lo lleno, del lujo, de la velocidad. (2012, p. 20-21). En la poesía de Manuel Iris hay una suerte de frío y de nieve, que al igual que la lentitud de Varela, resulta bella; una poesía que prioriza el silencio y los tonos blancos del paisaje. En física el frío y el calor se definen por el movimiento molecular: en una temperatura cálida las moléculas de un objeto se mueven de prisa, mientras que en un ambiente gélido desaceleran su velocidad. Entonces, la forma más viable para hablar sobre la nieve es desde la descripción, la pausa, la fragmentación, y el lento fluir de las imágenes. Manuel Iris, acaso sin tener plena conciencia de su poética, pone en práctica lo anterior ofreciéndonos su propia versión de una Cincinnati bajo la nieve, ciudad estadounidense en la que habría firmado sus versos.
“Nueva nieve” se compone de tres poemas y una coda. Los primeros dos, “Decir lo ajeno” y “Nueva nieve” están emparentados entre sí; en ellos se explora, mediante una poesía de factura intelectual, el asunto de la nieve. En “Homeless”, por otra parte, todos los elementos desplegados se aterrizan en una concreción que linda entre lo bello de la nieve y lo grotesco de la realidad: un hombre pide limosna durante una nevada. La coda, que tiene un tono reflexivo, cierra las ideas más generales: la belleza / la nieve, y la nieve / el fuego. Esta última, si bien parece nueva, es otra forma de decir esa calidez espiritual y creadora contenida en la atmósfera de los poemas. Hecho algunos apuntes generales sobre los textos de Manuel Iris, paso a ocuparme de cada uno de ellos de manera particular. “Decir lo ajeno” es el primer poema de la serie, y viene acompañado de un epígrafe de Eugenio Montejo. La razón del título que tiene este poema, como la presencia de aquel epígrafe, me lo reveló el propio Manuel en una plática que mantuvimos en 2011. Hablábamos de cierta poesía sobre la nieve hecha por autores nacidos en climas cálidos, hombres sin nieve, como decía el autor de “Alfabeto del mundo”, acostumbrados al motín incesante de los colores. El asombro de estos poetas ha sido animado por la monotonía y la frialdad del color blanco, que es lo extraño, lo otro a lo que tal vez nunca pueda reclamarse pertenencia.
En el intento de decir lo ajeno está la vastedad del elemento que se quiere asir con el poema, pero que termina por desbordarse. Incluso podría decirse que lo desbordado es el propio vacío de la hoja: No es mía la blancura / que hay fuera de la página. En ello también radica la incomprensión del fenómeno natural que ya está volviéndose una cuestión poética: no puedo comprender / ese cristal que vuelve al árbol reverente, / que torna delicada su genuflexión glaciar. Ante tanta nieve que todo absorbe y consume, porque abarca todo el paisaje, es decir, todo está cubierto de blanco, el poeta confiesa: Hoy no he podido doblegar la blancura (¿con la mirada, con el tacto?). El segundo fragmento del poema, que es el más corto de todos, es una continuación directa del anterior, los puntos suspensivos tras una pausa larga así lo sugieren.
El poeta, no sólo no ha podido doblegar lo blanco, tampoco transparentarlo en el poema a través del ejercicio de la escritura. Sus herramientas le impiden comprender este nuevo tipo de belleza al que se enfrenta. Para explicar de otra manera la poesía de baja velocidad Deltoro habla de atender a la música del significado (2012, p. 19).  En ese sentido, “Decir lo ajeno” de Manuel Iris prefiere fijar el trabajo en una sola imagen significante, la de un árbol. Aquella, desde el primer fragmento en que apareció, ha ido creciendo y reclamando su propio espacio, a tal punto que en el tercer fragmento se vuelve elemento central. Esta estrategia es una lección de humildad para quien intenta hacer poesía de la nieve, puesto que ella está en todas partes, y no hace falta señalarla para sentir su presencia.
A Manuel Iris, que ha comprendido la nieve tarde pero a tiempo para concluir el poema, le basta un árbol quieto, húmedo y deshojado para decir lo ajeno finalmente:

el árbol sigue allí,

gotea.

Se va tornando cada vez más árbol.

Todo nos dice que la eternidad se acaba
y el silencio sigue allí,

cayendo.

La escena que leemos está rodeada por una atmósfera de misticismo en donde se trama la historia de una aparición. El árbol, que estaba cubierto de un cristal incomprensible, se hace más concreto entre toda la blancura de la nieve y de la página. Silenciosamente ocupa el primer plano de una ciudad invernal. La nieve, cuya desmesura es significada a través del sustantivo eternidad, se acaba. Con lentitud y en silencio, la escena abre paso al deshielo, indicado por la forma verbal gotea y el gerundio cayendo. Los gerundios denotan acciones detenidas en el tiempo, como en una fotografía. Por eso, la resonancia de esta última palabra, aislada en una sola estrofa, es la imagen final que miramos y que nos llevamos del poema: la nieve se derrite, vuelve a ser agua, pero en un tiempo sin fin, que no termina de cumplirse.
“Nueva nieve” es el nombre del siguiente poema, que a demás da título a la colección. Ya emprendida una poética sobre la nieve, este texto corresponde no a un decir lo ajeno, sino lo cercano. Imágenes familiares a la poesía de Manuel Iris hacen acto de presencia en una serie de cuatro fragmentos diferentes o escenas: la mujer, el pájaro, la ventana, la rosa. Se deja atrás la reflexión sobre la poesía y el ambiente místico del árbol, y se abraza algo más cerca de lo cotidiano, sin rozar lo conversacional, sin perder nunca el tono intelectual conseguido con antelación.  La nieve que se presiente en este poema, no es del todo fría, tiene cierta calidez caribeña. El autor, confiesa en el epígrafe, ha elaborado sus versos mediante una reescritura de “Los poemas de la lluvia” de Gastón Baquero. Para un poeta tropical, la lluvia es una de las formas desmesuradas en que el agua se hace presente, es su propia nieve. Escribe el poeta cubano:

Una mujer canta mientras cae la lluvia.
Canta mientras la lluvia derrama su más puro silencio.
Se escucha el milagro de que su canto sea
más silencioso que el canto de la lluvia.  (Baquero, 1998, p. 326)

La lluvia lo invade todo con el canto que hace al caer, termina por confundir las imágenes que miramos. Así lo constata este fragmento del poema de Baquero, que ya de por sí es puro ritmo y canto. El lector, confundido por una pareja de paralelismos, no termina de saber quién canta y quién guarda silencio, si la mujer o la lluvia. O tal vez sea más certero creer que lluvia y mujer son el mismo elemento, separado en dos instantes: silencio (el cese de la lluvia) y canto (el arrecio). Por otro lado, esta es la versión de Manuel Iris:

Una mujer me habla mientras cae la nieve.
Habla mientras la nieve deja su más puro silencio.
Se oye el milagro de que su aliento sea
más silencioso que el aliento de la nieve.

La versión de Baquero es completamente sonora, pero esta es más visual. Se representa el fenómeno de la condensación, es decir, cuando nuestro aliento pasa por el frío y se puede ver a simple vista como una especie de humo blanco. Los elementos canto y lluvia son sustituidos por nieve, habla y aliento; los únicos que se conservan son mujer y silencio. Si el poema de Baquero se debate entre el sonido y el silencio, el de Manuel, de baja velocidad, se decide por este último. La conjugación del verbo hablar, y el canto del pájaro que se menciona en la segunda estrofa, son ciertamente formas del sonido; sin embargo, el primero sirve para explicar de dónde proviene el aliento de la mujer, mientras el segundo es inaudible. A las figuras de la mujer y la nieve se les agrega una tercera, el pájaro. Ninguna de las tres figuras se confunde entre sí, pero sus acciones terminan por acumularse en la nieve por medio de una aliteración: La mujer habla, lanza su aliento / la nieve cae, ese caer tiene aliento / el pájaro aletea / lento aletea el aliento de la nieve. Los siguientes dos fragmentos de “Nueva nieve”, también corresponden a imágenes visuales. El II extiende la idea de juego generada por la aliteración, explora los movimientos que hace la nieve: Sube, baja / se confunde / gira de pronto / y va contra sí misma. El III vuelve a la figura del ave y la compara con la ventana: solamente estos dos seres que habitan las alturas de los edificios, Niegan asombro ( a la nieve) / y se abren como párpado, / se entregan como alas. En la negación del asombro está implícita su afirmación por parte del poeta. Acostumbrados al blanquísimo paisaje, la ventana y el ave tienen vetado el asombro, ellos se abren y se entregan al horizonte en cotidianeidad prosaica. Es el poeta, y sus ojos de alquimista, el que logra ver más allá y nombra de una forma diferente y unívoca ese abrirse como párpado, ese entregarse como alas. Igual de interesante resulta el IV y último fragmento. Como el primero, es reescritura directa de los versos de Gastón Baquero:

¿Qué lluvia es esta cuya voz recuerda
tanto silencio ido con la muerte?

¿Qué lluvia es esta cuna al pensamiento
y al más oculto sueño realidades?

¿Qué lluvia es esta lluvia que recuerdo
aún debajo del sol y dentro de la lluvia? (1998, p. 325)

Manuel Iris, por su parte, escribe:

¿Pero qué calma es ésta
que contemplo en calma todavía,

esta sorpresa que se continúa
todavía en la sorpresa hundido?

¿Pero qué rosa es ésta inmarcesible
naciendo en el momento de su desaparición?

La lluvia que plantea el poeta de Orígenes es arquetípica: no sólo resuena en el silencio y en la mente humana, también hace presencia cuando el sol y cuando la propia llovizna rozan la piel; es, vaya, una lluvia que trasciende a sí misma y se instala en la humedad que abunda en el clima caribeño. La nieve de Manuel también es arquetípica, se vincula con la calma, la sorpresa y, finalmente, con una flor que connota un rojo deshielo. En el poema anterior, “Decir lo ajeno”, vimos que también estaba implícito el deshielo, pero éste apenas comenzaba a devolver la nieve en agua, de hecho no terminaba de ocurrir. En cambio, en este segundo poema es como si no desapareciera la nieve, sino que floreciera ella misma en una rosa en el instante en el que la blancura se acabara, y sucediera una nueva estación. La rosa da cuenta de la recuperación de aquellos colores perdidos que fueron mencionados en el epígrafe de Eugenio Montejo. Ese motín incesante de los colores, nos enseñan estos versos, nace (reaparece) en el momento de la desaparición de la nieve.
            El tercer poema de la colección es el que más me gusta de todos, se titula “Homeless”. En éste, se varía la forma, y el tema recibe un giro inesperado. De poemas fragmentados, pasamos a uno sólo y cerrado en sí mismo. Se rompe con la poesía intelectual vista en “Decir lo ajeno” y “Nueva nieve”, y se abraza una escena de patetismo en donde la descripción de un limosnero se baraja con las posibilidades de su pasado. La nieve ya no sólo aparece vinculada con la belleza, sino también con una estética de lo grotesco: También es nieve la que cae / en el muñón del limosnero, nos dice el autor, no sólo aquella nieve mística que cubría al árbol, o aquella arquetípica que era calma y sorpresa y daba paso a los colores del deshielo. En “Homeless” el poeta observa la nieve caer sobre las amputaciones de un limosnero, asentarse en él, y lentamente resbalarse de las facciones de su rostro. Todo ello se describe de tal forma que se logra una imagen visual en donde el rostro de la nieve se amolda (se confunde) con el rostro del individuo.
            “Homeless”, cuya traducción al castellano es sin hogar, también es el poema más fuerte de la serie, en términos de algunas de sus imágenes. Hay una en lo particular que llama mi atención: jamás se ha visto una blancura / más quemante que la flama del napalm. En tan sólo dos versos se intenta tocar el pasado del limosnero. Abandonamos el escenario cubierto de nieve, y abrimos nuestra mente a la posibilidad de un lugar distinto, acaso selvático, acaso la Vietnam de los años sesenta y setenta, en donde los soldados resultaban amputados por las bombas del napalm. Por un instante la blancura que siempre había designado a la nieve, a la lentitud y al silencio, pasa a designar fuego y destrucción. No será sino hasta la “Coda” en donde esta paradoja aparezca de nuevo y logre quedar completamente esclarecida. El poeta interrumpe la imagen y se pregunta si el hombre ha sido un homicida, esto es, si en verdad fue soldado, si en verdad estuvo en ese lugar distinto. En la última estrofa, se retorna a la imagen que abría el poema. La nieve sigue cayendo sobre el limosnero, sigue siendo bella; pero su belleza, durante el recorrido poético, ha sido impregnada por lo grotesco: se ha atorado inútil, fría / la belleza. Esta última nieve que nos dibuja Manuel está cargada con denotaciones sociales, está medida a través de una estética diferente a la que ha dominado hasta ahora la serie de poemas. Por lo tanto, esta última nieve es una nieve no tan blanca, callejera, un poco sucia, que se parece más a la que encontraríamos al observar la realidad.
            Finalmente llegamos al último poema de “Nueva nieve”, la “Coda”. En ella Manuel Iris adquiere un tono reflexivo, nutrido por la prosa del ensayo y la subjetividad que permite la poesía. De nueva cuenta tenemos un texto que invita a reflexionar al escucha sobre el fenómeno de la poesía y la idea de su realización. La nieve que en esta ocasión miramos, es la nieve más reveladora y cargada de significado de todas. El hecho de que a lo largo de los tres poemas anteriores la nieve ha fungido como experiencia de lo poético, permite al autor dotarla de características propias del fuego: ilumina, da calor y también quema; es decir, este germen creador es capaz de dar vida y sustento, pero también puede matar y destruir. Fascinado, entonces, el poeta no comprende esta nieve, únicamente puede sentir el frío como una manera de lo espiritual que llega por el cuerpo y lo somete. Por eso la nieve, la belleza y la poesía, que fueron constantes en toda la serie de poemas, aparecen nombradas al final como la prueba más quemante de nuestras limitaciones.
Gran parte de la vida del ser humano está construida en base al deber ser ante la sociedad y ante la historia, se fijan límites a los que el individuo aspira.  Lentamente Ardemos en nuestras propias brasas para tocarlos. Uno de esos límites es la belleza. Para el poeta el máximo está dado en la poesía, siempre se aspira a lograrla en el texto, sin saber si será o no posible su ejecución, o si trascenderá el poema o no. Cuando leemos, entonces, que la nieve, la belleza y la poesía son prueba de nuestras limitaciones, retornamos a los primeros versos de esta pequeña plaquette de poemas: Hoy no he podido doblegar la blancura. Retornamos, no como quien ha fracasado en su viaje, sino como el que reflexiona y se da cuenta que en su propia limitación halló verdaderamente el instante poético.








Bibliografía


Baquero, Gastón. Poesía Completa. Verbum, Madrid, 1998.

Deltoro, Antonio. Favores recibidos. FCE, México, 2012.

Iris, Manuel. “Nueva nieve”, en http://bufondedios.blogspot.mx/2013/03/nueva-nieve.html. Consultado en abril de 2013.

Varela, Blanca. “A media voz”, en http://www.palabravirtual.com. Consultado en abril de 2013.





Marco Antonio Murillo, Mérida,1986. Lic. en Literatura Latinoamericana por la UADY. Becario del FOCAY, y Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos en 2009. Premio de Ensayo de Crítica Universitaria (CONARTE), y segundo lugar en el Premio Regional de Poesía José Díaz Bolio, ambos en 2011. En la revista digital Círculo de poesía publicó Las formas de lanube: Antología de poetas yucatecos nacidos en la década de los ochenta. Autor del poemario Muerte de Catulo (El Drenaje, 2011). Recientemente fue incluido en el libro En la orilla del silencio: Ensayos sobre Alí Chumacero (Tierra Adentro, 2012).


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